Traducción de un artículo de geopolítica de Stuart Elden, profesor de Teoría Política y Geografía en la Universidad de Warwick, que reflexiona sobre el origen, la evolución y los cambios producidos en el presente de conceptos como fronteras, territorio, soveranía, etc.
Traducción de Inglés a Español de un texto de geopolítica Stuart Elden,
publicado originalmente en 2011 en la Harvard International Review
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INDICE
Permítanme decir inmediatamente que esto no es lo mismo que el argumento del «mundo sin fronteras», ni concuerda con la idea de que la geografía ya no importa. Aunque las fronteras son menos importantes en algunos lugares, como en gran parte de Europa, en otros siguen siendo cruciales. La frontera entre Estados Unidos y México, la vigilancia de las fronteras exteriores de Europa y el muro israelí en Cisjordania son sólo los ejemplos más llamativos de la continua importancia de las fronteras. No estoy sugiriendo que debamos comprender el mundo moderno a través de una lente que entienda la globalización como desterritorialización. De hecho, son los procesos concomitantes de re-territorialización —el constante hacer y rehacer de los territorios—los que quizás deberían ser objeto de mayor atención en nuestros estudios empíricos y políticos.
Tampoco estoy utilizando la frase para describir modos de organización política como el del espacio Schengen, que pretende prescindir de los controles fronterizos. En efecto, el espacio Schengen se ha descrito como un «territorio sin fronteras»; sería más exacto describirlo como un espacio con fronteras irregulares. Si bien es cierto que la movilidad en el espacio Schengen es mucho más fácil para aquellos individuos con un buen estatus y con los papeles en regla, la movilidad está restringida y estrictamente controlada a través de la seguridad y la policía transnacional para aquellos que no cumplen con estas características.
Además, es esencial señalar que los intentos de eliminar las fronteras dentro de Europa se han aplicado a sus divisiones internas y han dado lugar a una mayor afirmación de las fronteras exteriores. Las patrullas en el Mediterráneo son un ejemplo de ello, especialmente teniendo en cuenta los recientes acontecimientos en el norte de África. Una tensión similar atraviesa el proyecto europeo en general y los intentos de enmarcar un «espacio de libertad, seguridad y justicia» siguen yuxtaponiéndose a un endurecimiento de las fronteras en otros aspectos, especialmente en torno a la seguridad y la migración.
Más bien, lo que quiero hacer aquí es plantear la cuestión de si podemos pensar el territorio sin depender de las fronteras. Esto no significa que debamos concebir un territorio sin fronteras, un espacio imaginado que no tiene ni límite ni fin. En cambio, deberíamos dejar de utilizar la noción de «frontera», «límite» o «delimitación» como elemento clave para definir el territorio, como concepto. Quiero sugerir que la definición estándar de territorio como un espacio delimitado, acotado o definido es en realidad un impedimento para entender las relaciones geopolíticas. En resumen, creo que necesitamos una mejor teoría del territorio. No debemos tomar la definición estándar de territorio como un espacio delimitado bajo el control de un grupo, quizás un estado, sin más. Al mirar hacia atrás en la historia para rastrear el surgimiento de las nociones territoriales modernas, espero abordar dos cuestiones clave. ¿Cómo surgió una concepción singular del territorio a partir de los divergentes sistemas de organización que han caracterizado históricamente la cultura política mundial? ¿Y cómo influye esta definición en la comprensión moderna de las relaciones políticas mundiales?
El concepto de territorio dentro del pensamiento político occidental es relativamente nuevo. En el latín clásico, el término territorium se utiliza muy poco y significa el terreno que rodea un asentamiento político, como una ciudad. Así lo utilizan, por ejemplo, Cicerón, Varrón y Séneca. Solo más tarde comenzó a utilizarse el término en un sentido más amplio para describir las tierras pertenecientes a una única unidad política. Incluso entonces se utilizaba para caracterizar la vaga noción de un área sobre la que el poder podría extenderse en lugar de una región estrechamente circunscrita. Del mismo modo, cuando los romanos hablaban del control político de la tierra, solían utilizar términos relacionados con la idea de finis, frontera o límite. Una vez más, los romanos utilizaban estos términos en un sentido más amplio que el que le daríamos nosotros hoy en día. Cicerón nos dice en De re publica, por ejemplo, que los espartanos reclamaban la propiedad de todas las tierras que podían tocar con una lanza.
El área clave del pensamiento romano que empleaba las nociones de territorium era el derecho. El derecho romano se desarrolló aún más en la Baja Edad Media, con su redescubrimiento e incorporación a los sistemas político-jurídicos de toda Europa. Fue entonces cuando la jurisdicción quedó vinculada al territorio de forma explícita. Este fue un acontecimiento crucial. En lugar de que el territorio fuera simplemente la tierra que poseía o controlaba el gobernante, ahora se convertía en el límite o la extensión del poder político del gobernante. Dado que el poder pasó a ejercerse sobre el territorio y, en consecuencia, sobre las personas y las acciones en él, el territorio era tanto el objeto del dominio político como su extensión. De este modo, se ejercían determinados tipos de gobierno dentro del territorio, pero no se extendían más allá de él.
Esta idea de finales del siglo XIV fue retomada lentamente en la teoría política en general, especialmente por los escritores alemanes del siglo XVII que intentaban dar sentido a los múltiples y conflictivos poderes dentro del Sacro Imperio Romano. Junto a estos desarrollos político-jurídicos hubo también un conjunto de innovaciones en un registro más político-técnico que permitieron a los estados o a los estados nacientes inspeccionar, cartografiar, defender, catalogar y controlar sus tierras de nuevas maneras. Por lo tanto, la evolución de toda una serie de técnicas políticas es importante en esta historia más amplia. Las nociones de limitación son fundamentales para entender estas teorías del territorio en desarrollo y muchos de estos argumentos y prácticas buscaban afirmarlas o reforzarlas. Pero las fronteras no eran en última instancia la noción definitoria de un territorio o de los territorios pertenecientes o sujetos a una unidad política. Muchas de las fronteras de estos estados históricos estaban muy poco definidas y se marcaban de manera informal con zanjas, vallas, ríos e incluso líneas dibujadas en el suelo: Estas fronteras eran a menudo de una anchura indeterminada y se asemejaban más a una zona. Representaban una especie de fortificación, un punto de parada temporal en un imperio con una extensión teóricamente ilimitada. Sólo en contadas ocasiones estas fronteras se consideraron fijas y estáticas. Se suele afirmar que la primera frontera en sentido moderno, como línea definida de anchura cero, fue la que atraviesa los Pirineos y que separó a Francia y España tras el Tratado de los Pirineos de 1659. Ese límite sólo fue posible gracias a las prácticas legales y a la capacidad técnica de que se disponía en aquella época.
El territorio, por tanto, en este sentido moderno, no debe entenderse como definido por las fronteras, en el sentido de que poner una frontera alrededor de algo es suficiente para demarcarlo como territorio. Más bien, el territorio es un concepto y una práctica polifacética, que abarca aspectos económicos, estratégicos, jurídicos y técnicos, y quizá pueda entenderse mejor como la contrapartida política de la noción homogénea, medida y matemática del espacio que surgió con la revolución científica. En esa forma de pensar, la plasmación política de ese sentido del espacio es la condición de posibilidad para la demarcación de fronteras modernas como la de los Pirineos. La base geométrica de la topografía y la cartografía no existía antes. Lo fundamental es la comprensión del espacio político y la idea de las fronteras un aspecto secundario, dependiente del primero.
Como sugiere el escritor francés Paul Alliès en su libro L’invention du territoire, «Para definir el territorio, nos dicen, se delimitan las fronteras. O para pensar la frontera, ¿no debemos tener ya una idea de territorio homogéneo?» Para decirlo con más fuerza, ya que la duda de Alliès es muy acertada, las fronteras sólo son posibles en su sentido moderno, como límites, a través de una noción de espacio y no al revés. Al centrarse en la determinación del espacio que hace posible las fronteras y en particular en el papel del cálculo en la determinación del espacio, se abre la idea de ver las fronteras no como una distinción primaria que separa el «territorio» de otras formas de entender el control político de la tierra; sino como un problema de segundo orden fundado en un sentido particular del cálculo y su consecuente comprensión del espacio. El espacio, en esta concepción moderna, suele ser algo delimitado y exclusivo, pero sobre todo es algo calculable, extendido en tres dimensiones.
En el período moderno temprano, en particular, vemos toda una serie de estrategias aplicadas a las tierras controladas por entidades políticas como los nuevos estados emergentes. La tierra se cartografía, se ordena, se mide, se divide y se controla de diversas maneras, con intentos de hacerla más homogénea, con la circulación de bienes y personas permitida, impedida o regulada y con la imposición de un orden interno. Este tipo de racionalidades o técnicas políticas son calculadoras como las que se aplicaron en su momento a la población. La aritmética política, o las estadísticas de población, también afectan a la tierra. El territorio, en esta lectura, es por tanto una interpretación del concepto emergente de «espacio» como categoría político-jurídica, que es posible gracias a una serie de técnicas.
La noción moderna de territorio tiene que ver, en parte, con las fronteras y la impermeabilidad, pero más bien con la forma particular que adoptó en determinadas épocas y lugares. Por diversas razones, la idea de un área estrechamente circunscrita, con redes de gobierno y fronteras reforzadas encajaba con el objetivo de los gobernantes de toda Europa en los siglos XVII y XVIII. En aquella época no se consideraba seriamente la idea de que esas fronteras pudieran ser fijas: las tierras podían seguir siendo conquistadas, compradas, intercambiadas o ganadas de otra manera mediante alianzas o matrimonios o eliminadas mediante acuerdos de paz punitivos. El colonialismo hizo que muchas de estas ideas se extendieran más allá de Europa, aunque hay que subrayar que muchas de estas técnicas se probaron primero en entornos coloniales y sólo se trajeron a Europa más tarde. Ganar territorio mediante la conquista o perderlo cuando se es derrotado siguió siendo habitual hasta el siglo XX: el Tratado de Versalles o la más amplia Paz de París, por ejemplo. Sin embargo, a partir del siglo XVI se produjo una fuerte afirmación de los derechos del poder soberano dentro de esas fronteras. El territorio se asoció cada vez más a formas exclusivas de soberanía.
Desafiando el mito aún vigente de que el origen del concepto moderno de territorio está en el sistema estatal moderno de la Paz de Westfalia, esta comprensión más matizada históricamente de la aparición de este concepto ayuda a arrojar luz sobre algo más que la simple historia de Europa. Entender el territorio en este sentido más amplio, como el control político de un espacio calculado, como una tecnología política, nos permite dar cuenta de una serie de fenómenos modernos. El propósito aquí no es tanto ofrecer una única y mejor definición de territorio, que pueda ser contrastada con otras, como plantear el tipo de preguntas que necesitaríamos hacer para entender cómo se ha entendido y practicado el territorio en una serie de tiempos y lugares diferentes. Concebir el territorio como un conjunto de fenómenos políticos diferentes —económicos, estratégicos, jurídicos y técnicos— hace algo más que ofrecer un relato históricamente sensible del concepto y su aparición. Nos permite comprender que, aunque las fronteras son sumamente importantes, no son un elemento definitorio del territorio, sino su consecuencia. El territorio como contrapartida política del espacio calculado hace posible la delimitación y demarcación de las fronteras como límites, en lugar de que las fronteras hagan el territorio. Aunque puede adoptar una forma estrictamente delimitada en determinados momentos, también son posibles disposiciones más sueltas, superpuestas y múltiples. Así podemos entender la pluralidad de los diferentes acuerdos político-espaciales que se producen.
Se ha escrito mucho, en este simposio de la Harvard International Review y en otros lugares, sobre toda una serie de importantes cambios políticos que se están produciendo en relación con las fronteras. Como muestra el ejemplo del espacio Schengen, el mundo «sin fronteras» es, en el mejor de los casos, profundamente desigual. Algunas personas pueden cruzar las fronteras internacionales con facilidad, mientras que a otras se les retrasa o se les impide cruzarlas, o incluso se las encarcela dentro de su lógica. Muchas fronteras ya no se sitúan en los límites físicos de un Estado, sino que se llevan a otros lugares. Por ejemplo, es habitual pasar por inmigración para entrar en EE. UU. mientras se está dentro de los límites de un aeropuerto canadiense y muchos Estados europeos han deslocalizado sus trámites de inmigración. Algunas islas australianas han sido declaradas no territoriales por este mismo motivo.
Las fronteras no reconocidas, como la existente entre la República de Chipre y la República Turca del Norte de Chipre, cumplen muchos de los rituales del cruce de fronteras; este ejemplo muestra más claramente cómo cualquier frontera moderna, aunque nominalmente sea una línea limítrofe de anchura cero, es en realidad una zona. El muro en Cisjordania es otra anomalía, porque la soberanía legalmente reconocida de Israel termina en algún momento antes de llegar al propio muro; pero la soberanía efectiva de su proyección de poder político se extiende hasta el valle del Jordán.
Muchas otras cuestiones geográficas políticas contemporáneas complican igualmente la idea directa de un Estado que ejerce una soberanía exclusiva dentro de unas fronteras estrechamente definidas. Los conflictos fronterizos más acuciantes hoy en día suelen ser los relativos a las fronteras marítimas, con la importancia estratégica y económica que supone reclamar legalmente rocas o pequeñas islas, lo que permite la explotación técnica de vastas extensiones de mar y fondos marinos. Los Estados ricos arriendan terrenos para diversos fines a sus vecinos, como los complejos turísticos de Bintan, en una isla indonesia, que son propiedad de la vecina Singapur y están regulados y controlados por ella. China está utilizando su poder económico para utilizar tierras en África para la agricultura y la extracción de minerales. Las embajadas y las bases militares suelen tener un estatus jurisdiccional complicado. Lo más notorio es que la bahía de Guantánamo, alquilada a Cuba en virtud de un tratado de 1903, se considera legalmente como no parte del territorio de Estados Unidos y, por tanto, al margen de la legislación estadounidense, aunque permanece bajo su control efectivo.
En el contexto más amplio de la «guerra contra el terror», hemos asistido a un cambio en la relación entre la preservación del territorio —la fijación de las fronteras y el rechazo de las ideas de que el territorio puede ganarse o perderse— y la soberanía territorial, en la que un Estado puede ejercer una soberanía interna exclusiva dentro de esas fronteras. En estados como Afganistán o Iraq, se consideró que las acciones de los gobernantes de esos Estados dentro de sus fronteras legitimaban la intervención externa. De este modo, se cooptaron ideas más antiguas sobre la intervención humanitaria o la responsabilidad de proteger a la población civil en relación con otros desafíos, en estos casos el refugio de terroristas o la búsqueda de armas de destrucción masiva. Pero al mismo tiempo, la comunidad internacional no estaba dispuesta a permitir que ninguno de estos Estados se fragmentara según criterios étnicos o religiosos, ni a tolerar un nuevo trazado de las fronteras dentro de sus regiones. En la Europa moderna temprana, la soberanía se reivindicaba como absoluta, pero las fronteras dentro de las cuales se ejercía eran continuamente mutables; hoy estamos viendo lo contrario: un intento de tener fronteras fijas pero la soberanía dentro de ellas contingente. La fractura de la Unión Soviética y Yugoslavia en función de sus repúblicas constituyentes provocó conflictos étnicos y disputas fronterizas que aún perduran. A pesar de que la soberanía había sido desafiada directamente por la guerra de la OTAN en Kosovo en 1999, existía una fuerte reticencia en la comunidad internacional a permitir la aparición de un Estado independiente. La independencia de Sudán del Sur será un proceso fascinante de observar. Como argumenté en mi libro Terror and Territory: the Spatial Extent of Sovereignty (Terror y territorio: la extensión espacial de la soberanía), lo que estábamos viendo en estos y otros casos, como Líbano, Pakistán y Somalia, era un desafío a las relaciones existentes entre territorio, fronteras y soberanía, pero no el fin de su importancia. Podrían esgrimirse argumentos similares sobre los actuales acontecimientos en Libia.
La forma de pensar en el territorio, históricamente informada y conceptualmente desarrollada, que hemos esbozado anteriormente, nos permite comprender los cambios que se están produciendo en el mundo actual. Pensar el territorio sin fronteras nos permite comprender mejor las fronteras del territorio.
[Nota del Traductor]
Interesante artículo de opinión de Stuart Elden, profesor de Teoría Política y Geografía en la Universidad de Warwick, sobre el origen, la evolución y los cambios producidos en el presente de conceptos como fronteras, territorio y soberanía, que traducimos aquí de Inglés a Español para su lectura por público hispanohablante.
La traducción de este tipo de artículos de autor, textos de opinión, estudios y papers universitarios, no suele ser difícil a nivel terminológico, pero sí exige del traductor un especial cuidado a la hora de mantener el estilo y sobre todo el tono del texto original, ya que son estos matices los que generalmente marcan la diferencia entre una traducción standard y una buena traducción.
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